Nos gustan las etiquetas sociales: pertenecer a un grupo nos da seguridad. Pero la realidad es que cada individuo tiene múltiples facetas, contradicciones, cambios. Por eso resulta injusto —y limitado— clasificarnos rígidamente en grupos según comportamientos.

Encajar al 100 % en una categoría es casi imposible. Lo que hoy nos describe, mañana podría no alcanzar. Y esas etiquetas pueden convertirse en jaulas: inhiben el crecimiento, ocultan lo que no “cuadra” y facilitan juicios superficiales.

Eso no significa que las clasificaciones sean inútiles. Pueden ser útiles como herramientas: nos ayudan a comunicarnos, entender tendencias, visibilizar comunidades. Pero deben usarse con flexibilidad, sin olvidar que detrás de cada “grupo” hay individuos complejos.

Me gusta aceptar la ambigüedad, respetar diferencias, permitirnos ser contradictorios. En lugar de pedir que las personas “encajen”, trato de cultivar la apertura. Porque este mundo no es simplemente blanco o negro: tiene millones de tonos entre los dos. Y ahí es donde vive lo auténtico.